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sábado, 15 de julio de 2017

La camiseta

Ya había comenzado el verano, y, renovando la ropa, me encontré con una camiseta que tenía desde los quince años. Era de la rana Gustavo y le tenía mucho cariño. El problema vino cuando, justo debajo de la misma, vi que había una igual. Y yo recordaba perfectamente que siempre había tenido un único ejemplar. Nadie me había comprado otra. Ni yo tampoco.

Les pregunté a mis padres, y también a mi hermano, pero ninguno supo aclararme nada. Sólo que ellos también recordaban que siempre hubo una, y que no me habían comprado otra.

En el momento me extrañó, pero no le di más importancia. Pasaron los días, y nos adentramos en un nuevo mes. Fue ahí cuando se torcieron los sucesos. Piolín, mi canario, llevaba unos días alborotado, y él siempre solía estar tranquilo. Además, a mí me daba la desagradable sensación de que había alguien. Pero jamás veía a nadie.
Una noche, escuché ruidos bajo la cama. M estaba conmigo y es testigo de mis palabras. Miré, y allí estaba. La camiseta de la rana Gustavo. Cuando me dirigí al cajón donde las guardaba, descubrí que sólo había una.

Aquella noche me asusté. Por suerte, la presencia de M me daba tranquilidad. No creo que hubiese podido dormir sin ella.
Sin embargo, aquello fue sólo el principio. Me encontré la camiseta en diversos lugares de la casa, por lo que, al final, decidí deshacerme de ella. La tiré a la basura y me aseguré de que no pudiese volver.

Pasaron unos días en los que podía respirar tranquila, con la seguridad de que no la vería más. Me equivoqué. Después de ducharme, fui a cambiarme, y allí estaba. Encima de mi cama, doblada, como si no le hubiera pasado nada. Yo sabía que no estaba loca, que no me lo estaba imaginando. Pero parecía una locura, y no sabía lo que pensarían si contaba eso. Poco importaba ya. Estaba muerta de miedo. Ahora, cuando veía la cara de la rana Gustavo, en vez de un rostro amistoso, lo que se aparecía ante mí era el terror.

Lo malo fue que, debido a mi acción, la camiseta no sería lo único que aparecería en mi camino. Esa misma noche, mientras jugaba con M al League of Legend, se apagaron todas las luces y Piolín empezó a piar, desesperado. Cuando la luz volvió, me encontré el tejido de la rana Gustavo manchada de sangre. Y, después de eso, un ruido que venía de la puerta de entrada.

Asustada, miré a María, como buscando la afirmación de que no eran imaginaciones mías. Ella asintió con la cabeza, igualmente horrorizada, y nos quedamos mirando el pasillo. Se escucharon pasos, y la luz se encendió. Fue entonces cuando lo vi. Su cara era igual que la de Gustavo, pero con una cicatriz enorme que le atravesaba la mejilla izquierda. Y, a pesar de todo, nos observaba con sus ojos saltones de color negro, sonriendo, con la boca abierta.

Me quedé paralizada. Ni siquiera podía gritar. Por primera vez en mi vida, lo que me daba miedo era la luz, no la oscuridad. Me acerqué a M y me quedé abrazándola, presa del miedo. No había lugar para huir.

Cuando se acercó a nosotras, no nos hizo nada. Se nos quedó mirando, con unos ojos vacíos, quebrados. Cogió la camiseta y se marchó por donde había venido.

Días después, me había quedado en el pueblo de M para pasar unos días de feria, y, allí, el día de los fuegos artificiales, en cada estallido, en cada explosión, aparecía su cara.
Lo peor era que, cuando ya quedaba la oscuridad en el cielo, en mis oídos retumbaban sus pasos, un sonido similar al chapoteo que hacía que mirase a mis espaldas...

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