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lunes, 17 de julio de 2017

El beso

Me encontraba solo. No había nada a mi alrededor, sólo un vacío inmenso, de color marrón. Mis pies no tocaban el suelo, pero se mantenían firmes. Mi piel, desnuda, sentía el frío. No sabía qué hacer.

Por un momento, cerré los ojos, y me vino a la mente la imagen de una mujer. Yo ya había visto a esa mujer, en otro lugar, en otra historia. Lo que no sé es si yo la imaginaba a ella, o si ella me imaginaba a mí.

Al abrirlos, apareció allí, sin ropa alguna, observándome. De alguna manera, ya no me sentía tan vacío. Había alguien allí que había sido yo en algún momento.
Su cuerpo era más alto que el mío, y una mezcla de vergüenza y deseo incendiaba su rostro. Se arrodilló frente a mí y colocó sus manos en mi pecho. La sensación de aquel tacto me devolvía una oleada de emociones que creía por siempre perdidas. La piel tiene memoria, y aquella vez no fue una excepción. Supe quién era aquella mujer. Nos habíamos visto una vez, entre vehículos y traseúntes, entre humo y un café.
Ella cerró sus párpados, como rememorando el pasado, y yo no pude hacer más que acercarme, y darle un beso, cerrando también los míos. Al hacer eso, algo estalló en mi interior y se expandió por el lugar. Un montón de flores brotaron de aquel suelo inexistente, y nos rodearon. Algunas de aquellas plantas se aferraron a los pies de la mujer, y muchas otras comenzaron a vestirla. Llegaron incluso a poblar mi cabeza.

Del cuerpo de la mujer, sin embargo, apareció un manto de oro que nos envolvía, y una tela de motivos geométricos cubrió mi cuerpo. Se aferró a mi cuello, y sujetó mi mano. Queríamos protegernos, al tiempo que ninguno quería que desapareciese el cuerpo que tenía delante.

Cada uno, a su manera, era el otro.

                   
                                            El beso, de Gustav Klimt.

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