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martes, 19 de julio de 2016

Huellas enterradas

Nunca había cogido un tren. Aquel día lo hice. Fui a parar a una ciudad que engullía a la gente entre sus fauces. Tú ya me habías visto antes, en las diminutas salas de lo que yo podía ofrecerte. Solías decirme que era un regalo de cumpleaños que te había hecho tu madre, y, sin embargo, para mí también lo fue.

Se paró el reloj en el andén, aunque tú nunca te diste cuenta. Estoy seguro de que sin ti me habría perdido entre la marea de gente y los laberintos artificiales. Los parques eran una constante en nuestras rutas, y el colorido que le faltaba al verde de la zona lo llenaban tus ojos y tu sonrisa. Siempre nos quedábamos fuera de los palacios, viendo la fachada y a los guardias, porque sabíamos que algo tan grande sólo podía guardar frialdad en el interior.

Recuerdo las flores cerradas, las veladas nocturnas y las risas haciendo eco. Pero tuve que marcharme, y ya no volví a verte. Las olas me traían tu nombre, y las cartas que nunca escribimos quedaron en la memoria. Tuve que aprender a ser la persona solitaria que era, despegarme de la ausencia.

No funcionó por completo, ya lo ves, sigo aquí años después, pensando en ti y en lo que pudo haber sido. El amor que trepa por las ramas no es aquella explosión de fuego y agua, sino un apacible río que jamás se seca ni se desborda. Un sentimiento de cariño frente a la locura del abandono.

Y sé que las palabras ya no acarician como antes, y que el pulso no vibra de la misma manera. Podría decir que son restos de edificios más grandes lo que contemplo, aunque me estaría engañando. Porque los recuerdos se pierden por el camino, y lo que se rompe lo tiramos.

Ninguna de las dos cosas ocurrió aquí dentro.


Seleccionado en el Concurso de relatos "Recuerdos", de Letras con Arte.

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