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domingo, 17 de mayo de 2015

Monstruos


 Él esperaba sentado a que alguien fuese a llevárselo. Lo que no sabía era que nadie haría eso. Nunca se había parado a sembrar nada, tan descuidado como era, y, aunque la soledad vivía haciéndole compañía, se las apañaba y se consolaba pensando que algún día llegaría una persona que lo salvaría.

No le gustaba su entorno. Había crecido aprendiendo a recluirse de aquello que no le gustaba. El día a día. La ignorancia que rezumaba de las demás personas. Las burlas, los dedos acusadores sobre el fantasma extraño que representaba. Un golpe invisible tras otro, junto a algunos de verdad, habían hecho de él la persona que era. Quizá no era especial, es cierto, pero aprendió a valorar los pequeños gestos, las palabras amables y las sonrisas sinceras. Aprendió a valorar aquello que escaseaba entre los laberintos de la calle.

Encontró las manos amigas entre hojas de papel manchadas de tinta, los ojos que no apuñalan, y la burla que no destroza, se quedaron entre las esquinas de la mente.

¿Cómo puede quejarse la voz colectiva de su reclusión entre las plácidas cárceles del conocimiento, cuando fueron los hijos bastardos del odio y el rencor los que apedrearon su frágil escudo?

¿Cómo puede quejarse si aquello que resulta diferente es presionado hasta la destrucción? Quizá con la salvedad de que si vuelve al redil se le protegerá de las dentelladas de las ovejas blancas.

Y ahora, cada vez que intenta crear una relación productiva, le tiemblan las manos al sujetar la regadera. Porque la realidad duele. La realidad asusta. Porque los monstruos de verdad no son ficticios.

Te saludan por la calle.

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